Mi padre, que es sabio, a partir de los cincuenta recomienda lavarse los dientes mirándose todo el rato en el espejo. Sostiene con razón que, después de esa edad, si bajas los ojos y te distraes, contemplando las baldosas del suelo, por ejemplo, mientras te cepillas rutinariamente los molares, y luego levantas la cabeza de golpe puedes encontrarte con que la cara que veas en el espejo no sea la que identificas como tuya sino la de un extraño anciano. Que todos guardamos un rostro nuestro en la memoria que no envejece y que toparte con tu auténtico semblante sin previo aviso puede producirle un trauma a cualquiera.
Exactamente lo mismo sucede con las ciudades que amamos: si dejamos de mirarlas mientras se transforman podemos no reconocerlas al volverlas a ver. Los años también pasan con crueldad para los escenarios de nuestras infancias. Y a mí me está ocurriendo eso con Valencia. Aquella capital al alcance de un paseo en que la gente se saludaba por el nombre al entrar o salir de los establecimientos de siempre está dando paso a un desangelado e impersonal paisaje de comercios efímeros. La Valencia huertana en que nací se adapta a los nuevos tiempos desprendiéndose de casi todo cuanto la hacía valenciana. Entre el turismo masivo que desfila más que camina, las tiendas idénticas a las que se encuentran en cualquier centro comercial del mundo, el hueco dejado por los profesionales que se fueron en el AVE o lo que se han reducido la Glorieta y el Parterre ante tanto caos de tráfico, Valencia se va achinando sin que lo noten los que la observan de continuo.
Lo último ha sido enterarme de que cierra Deportes Arnau, el vestuario en que Valencia se cambiaba para hacer ejercicio. El comercio se fundó en 1929 en la calle Alicante 13 por don Eduardo Arnau como funeraria con sección de hules, bolsos y gomas. En 1961 su hijo Pepe, con sus nietos Pipo y Eduardo, cambiaron aquellos funerales por los deportes de hoy en día. Y, desde entonces, Deportes Arnau ha sido el cronómetro de la ciudad, sin Pipo y su familia Valencia no habría llegado a tiempo a la actual sociedad del ocio. Sus tertulias espontáneas eran otro parlamento valenciano en que no se decidía nada, pero del que se salía a gusto. Pipo Arnau es un profeta del viejo testamento local; en concreto, el que nos avisó de que Dios había creado el baloncesto para salvarnos de tanto fútbol.
A Deportes Arnau envió el señor Climent a mi madre a comprar mi equipo de gimnasia de Guillem Tatay («¿De verdad tenemos clase de gimnasia, mamá?»). Y, muchos años después, allí conoció mi hijo Xixo a El Pantera, quien, nada más ver el tamaño del chico, me lo requisó para Les Abelles, y también allí equipé a mi hija María para jugar en la liga inglesa de baloncesto. Ahora, sin Deportes Arnau, cuando busque el rostro de Valencia en el espejo me reconoceré un poco menos.
MENOS VALENCIA SIN DEPORTES ARNAU, Las Provincias
Reportaje recogido por la
Escuela
Deportiva y Cultural de Promoción y Amistad,
ARNAU UNIVERSAL
de Valencia